Nadie dijo que fuera fácil el jazz. Ni escucharlo, ni entenderlo, ni menos todavía promocionarlo. La música de los negros del sur de Estados Unidos, nacida en la segunda mitad del siglo XIX, hecha por y para esclavos, ha pasado a convertirse en un producto selecto, digno de gourmets musicales y no apto para todos los públicos. Es un poco como la ópera que, según en qué círculos te muevas, debes decir que te “fasciiiiinaaaa” o que, muy al contrario, la encuentras un petardo imposible de soportar y, además, una apología del sobrepeso y la comida basura.

A Pio Lindegaard, que con ese nombre tuvo las santas narices de nacer en Amorebieta, el jazz le apasionaba al punto de que su propia hija afirmó que tuvo como objetivo vital el de  “viciar y envenenar a cuantos más mejor” con él. Lo intentó por todos los medios y así, para 1958, ya había fundado el primer Jazz Club de Bilbao, que funcionó hasta mediados de los sesenta. Ingeniero termodinámico de formación, y quizá por eso, fue capaz de comprender lo hermoso de las contradicciones melódicas del jazz, de sus variaciones, escalas e improvisaciones que sobre una partitura se antojan imposibles pero que milagrosamente no lo son cuando las ejecuta un negro de piel o de alma en la penumbra de un club lleno de humo. Nada más partir de entre nosotros, al encuentro presuroso de Louis Armstrong y John Coltrane, su familia tuvo uno de los gestos más generosos que se pueden tener con la herencia de un padre, cediendo al pueblo de Getxo la friolera de 20.000 artículos relacionados con este estilo musical, es decir, su colección particular, reunida con mimo y dedicación a lo largo de los años. Más de 8.000 discos, casetes, grabaciones de programas de radio, fotografías, revistas, manuscritos y carteles de conciertos, que están desde el año 1999 accesibles al público en la Escuela de Música Andrés Isasi, el conservatorio de Las Arenas de toda la vida. Resta decir aquí que Don Pio fue también colaborador, jurado e incluso embajador europeo del Festival Internacional de Jazz de Getxo desde sus inicios. Y también, pero esto más por completar su biografía que por venir a cuento, que fue cónsul de Dinamarca en Bilbao durante casi cuarenta años.

Recientemente acabada la última edición del Getxo Jazz, las cifras de público ni suben ni bajan sino todo lo contrario. El festival se mantiene en unos discretos 12.000 asistentes según cuentas oficiales, lo que a mí no me parece del todo mal. El que quiera masas que arranque con la mochila y las litronas para el BBK Live. Creo que en tiempos en que la música ya no se compra ni casi se vende, en los que uno se descarga la obra de cualquier artista, la escucha un rato y la borra, no vaya a ocuparle unos megas que le impidan luego bajarse la última de Torrente, es un mérito mantenerse y más aún estar afianzado en el panorama musical nacional e internacional, tanto por tradición como por calidad de intérpretes. Ya me gustaría saber qué habría sido de Mozart si hubiera existido internet en su tiempo o si hubiera tenido que competir con el gran Paquirrín que, al igual que él, también es músico. Así que, gracias Don Pio, porque allí donde esté se ve que sigue usted teniendo mano.

A renglón seguido, calienta motores el Getxo Blues, que es igual que el Getxo Jazz pero de otra manera. El año pasado, las actuaciones tuvieron unas ventas de entre 1.000 y 1.500 entradas por concierto, lo que tampoco está mal. El blues, sin ser tampoco una música de masas, es más popular, más entendible por públicos menos doctos y atrae a buena parte de la parroquia del rock and roll ya que a veces es tanta la fusión entre ambos estilos, que los hace prácticamente indistinguibles. Se observa, sin embargo, en los últimos años un envejecimiento de la plantilla de fans un tanto alarmante. Pasa como con la Ertzaintza, que la mayoría frisan la cincuentena sin que se divise en lontananza un relevo generacional que permita asegurar las cifras actuales.

Aquí, a falta de figuras de referencia, permítanme ser yo el consejero y su guía para la elección de conciertos. Los tres programados gozan de calidad suficiente para su goce y disfrute, pero hay dos -ya se que no es mojarse mucho- que no deben perderse. Para empezar, Maceo Parker, saxofonista de James Brown y Prince, no digo más. Si a uno le gusta la música con alma, ese es Maceo, que no sopla sino susurra dentro de su tubo con una exquisitez y una elegancia que te hacen cosquillas en las tripas e incluso algo más abajo si la compañía es la que tiene que ser. Pero si lo que desea el lector es marcha genuina, saltos y desenfreno, entonces recomiendo al gran Eric Sardinas, el californiano de Fort Lauderdale que, junto a su banda Big Motor, toca ese engendro llamado dobro o guitarra resofónica, con una potencia que para si quisieran AC/DC. Es la tercera vez que nos visita y la primera que no podré alucinar con su música, lástima. Eso sí, de la desgracia de su apellido no le salva nadie a este muchacho. Confieso que la primera vez estuve a punto de no ir a verle porque nunca imaginé que alguien llamado Sardinas pudiera gustarme si no me lo presentaban entre pan y pan o alojado en una lata. Una frivolidad imperdonable por mi parte, lo reconozco.

En fin, que oferta hay para este fin de semana y por cuatro perras. Conciertos con gente pero sin multitudes, tan cerca como para poder dejar el coche en casa, a tiro de piedra del metro, con bares y sitios para picar algo al lado y restaurantes donde quedar bien invitando a buen pescado si se tienen posibles. Tonto el que no venga.