Uno lleva ya los suficientes años cerca de la política municipal, aunque por fuera de ella, como para sorprenderse de casi nada e indignarse por casi todo. Debe ser el síndrome ese del quemado que hace que cuanto más conozcas a cierta gente, más quieras a los animales. Robe Iniesta, cantante de Extremoduro y excelso poeta, lo bordó añadiendo además: «Y al animal que más quiero, es al buitre carroñero», que hablando de política tiene hasta gracia.

Una de las cosas más frustrantes para mi gusto es la cantidad de ideas que se van al cabo de cada curso político por los sumideros del debate plenario. Ideas buenas, malas y regulares pero, al cabo, ideas de personas a las que hemos elegido y que, aunque estén en las bancadas de la minoría, se han molestado en estudiar, documentar y plantear para que a la postre nadie las tome en consideración, ni siquiera en serio. Incluso aunque sean aprobadas por la mayoría del Pleno. Me refiero, cómo no, a las mociones, esas propuestas que el gobierno municipal, este y todos, se esfuerzan en recordar que son testimoniales y no ejecutivas para no reconocer que otros que no son ellos han tenido una buena idea. Ha de ser duro concluir que un mindundi con dos escaños tiene mejores ideas o es más apto que toda la maquinaria gubernamental para según qué cosas. Debe dar incluso vergüenza comprobar que estos quijotes pintorescos le han metido más horas al tema, arrancadas al sueño, al trabajo y a la familia, que un egregio liberado a tiempo total. Al fin y al cabo, la política tiene estas cosas, que a nadie le piden el certificado de estudios primarios y basta con que le votemos para sentarlo en un despacho y que se ponga a regir, bien o mal, vidas y haciendas. Cuentan que incluso algunos se tocan la vaina durante toda la legislatura y que otros se dedican al latrocinio, aunque yo creo que de estos hay minoría, la verdad.

Instalar una rampa mecánica que comunique la residencia municipal con la estación de metro de Aiboa, impulsar el uso del vehículo eléctrico, mejorar el mantenimiento de los espacios ganados al Gobela mediante acuerdos interinstitucionales, son algunas de las ocho mociones que la mayoría de nuestros representantes aprobaron en el Pleno pasado y que nunca verán la luz porque son «testimoniales» y no obligan a nadie legalmente. O al menos tardarán mucho, muchísimo, en verla porque para eso debemos olvidarnos primero de quién tuvo la idea y que así parezca que fue, desde siempre, de los que mandan.

En cierta ocasión, charlando con un concejal, me contó que había intentado negociar una cuestión de contenido social con el partido gobernante y cómo su representante le reconoció que se trataba de una gran idea, inequívocamente buena para el pueblo, pero que desgraciadamente solo saldría adelante si su grupo político renunciaba a ella para permitir que la presentaran los de él. Como eso es llamar gilipollas a la cara de quien se lo dices, el minorista se negó, la presentó y, naturalmente, jamás se materializó, con lo que quienes perdieron fueron los vecinos necesitados de una solución a su problema. Es de destacar que entre ellos no hubiera ningún político. No suele haberlos, claro.

«¿De verdad que ninguna moción merece la pena?»

Yo no se si ustedes se dan cuenta de en qué país vivimos si se permite que la iniciativa individual o colectiva sea suplantada por la prepotencia. No sé tampoco qué calidad democrática alberga un sistema en el que cuando la mayoría de una cámara, en este caso el Pleno municipal, somete un tema a discusión y lo aprueba, sea en forma de moción o de lo que sea, la ley otorga la posibilidad de que los dirigentes, incluso aunque estén en minoría, se pasen el asunto por el forro de sus caprichos. ¿Para qué sirven entonces? ¿De qué vale nombrar representantes si la opción de uno no es la ganadora? Yo, como estoy desencantado y soy perro viejo y desagradecido, creo que para nada, que para eso era mejor que solo hubiera representación de vencedores y nunca de vencidos. Un rey municipal rodeado de cortesanos, quizá. Y sin embargo, con ese masoquismo tan español ni de izquierda ni de derecha que tengo, sigo yendo a votar religiosamente en cada ocasión, variando mi voto de un partido a otro en la peregrina idea de que si lo que ha hecho uno no me ha gustado, puedo castigarle y votar a otro para darle la oportunidad de hacerlo mejor. Deslumbrado como un conejo cuando le enfocan los faros de un coche en la oscuridad, es ponerme una papeleta delante y volver a creer sin remedio que se puede cambiar el mundo con un voto, qué le vamos a hacer.

Volviendo al principio, ¿de verdad que ninguna moción merece la pena? Pues si esto es así, ya no les digo dónde me temo que vayan los resultados de las consultas ciudadanas que nos anuncian a bombo y platillo.