César Charro. 8 de febrero 2015
El 22 de octubre del pasado año nos dejaba Ramiro Pinilla, escritor. Una mente lúcida que decidió afincarse hace muchos años en Getxo y que, por literario, tomó asiento en Walden, un caserón en la zona rural de Santa María con nombre igual al del ensayo publicado en 1854 por Henry David Thoreau, su admirado autor.
Ramiro, Don Ramiro, fue trabajador, pensador y literato que se autopublicó la mayor parte de su vida para que todos pudiéramos leer su obra a precios de coste. No hay excusa, pues, para no hacerlo, salvo la ignorancia. Fue Premio Nadal, Premio Nacional de la Crítica y Premio Euskadi entre otros galardones. Y sin embargo… ¿Tiene Don Ramiro una calle dedicada, alguna estatua, un edificio cultural que lleve su nombre? Es más, conocido su fallecimiento, ¿hubo declaraciones oficiales desde el Ayuntamiento glosando su figura y agradeciendo el haber puesto a su pueblo, el nuestro, con letras doradas en la historia de la literatura, quizás algún Pleno extraordinario? No hubo nada de eso. O demasiado poco. Un sencillo acto en la Kultur Etxea de Villamonte con algunos amigos tomando la palabra y sin representación institucional notoria Quizá como a él le hubiera gustado, pero qué pena, qué oportunidad pasada para dejar claro que Getxo ama la cultura y que sus políticos la fomentan y abanderan. Sin duda, será mucho pedir.
A Pinilla nuestras autoridades locales lo tuvieron olvidado. Prefiero pensar que sea eso antes que considerar que nos gobiernan unos iletrados de tal calibre que ni siquiera han reparado en el enorme vacío que su muerte deja en nuestra cultura. O acaso hubiera sido diferente si escribiera en euskera, o si sus escritos destilaran nacionalismo, que para algunos parece ser ese el único marchamo de calidad, sin mayores análisis. En vez de eso, su obra destilaba la pena de los que, lejos del bucolismo campestre, vinieron como inmigrantes a sufrir y a dejarse el pellejo en las minas y fábricas. Así escribía Don Ramiro en su novela El Cementerio Vacío, un caso más del detective librero Samuel Esparta: “La necesidad de mano de obra convirtió a Vizcaya en tierra de promisión. Y así llegaron los maketos. Caía sobre ellos ese bautismo al pisar nuestro paraíso, del que carecían en sus provincias de origen. Venían, naturalmente, a quitar el hambre, y se lo recordamos llamándoles muertos de hambre. El poder había pasado de los antiguos terratenientes a los emergentes industriales. La explotación trajo el socialismo, el nacionalismo se estremeció ante el peligro de perder sus raíces vascas, su identidad, y Sabino Arana se alzó en defensa de la patria. Agotes o maketos, siempre el otro”.
Porque no era, porque no lo es, todo idílico en nuestra tierra, algunas almas preclaras alzan su voz y afilan su pluma para escribirlo y que lo sepamos todos. A eso se le llama cultura, perdón, CULTURA, con mayúsculas, voceada, escrita en el viento que acariciaba cada mañana ese rostro viejo y joven a la vez y esos ojos que miraban desde la playa de Arrigúnaga al infinito, un territorio al que ya pertenece por derecho propio.
Como si fuera una gota de agua en el desierto, sería mi deseo que cuando nuestros corporativos piensen en cómo servirnos, que para eso han sido elegidos, se planteen la necesidad de hacer algo para que no se nos olvide que un día Ramiro Pinilla nos perteneció.
Que no quepa la menor duda. Si D. Ramiro hubiera escrito en euskera, el reconocimiento institucional hubiera sido tan sonoro como inmediato.
Muy bien artículo. Ojalá que Ramiro Pinilla, al que conocí en persona, no caiga en el olvido