Es 1.918. Entonces sí que se hacían las cosas a lo grande. Estamos ya en vecindad con los locos años veinte y todo es exagerado y llamativo. Lo es la riqueza de los grandes potentados y también la extremada pobreza del proletariado español. Son tiempos de acontecimientos rápidos y tumultuosos, de revueltas anarquistas y de pistoleros de la patronal, de fiestas llenas de lujo y caviar y de mujeres trajinando en las riberas de la ría para dar de comer a la prole. Bienvenidos a Neguri, cuna de la burguesía vasca que hace negocio con la Primera Guerra Mundial y en cuya opulencia se mira media España.

Acodado en la rica balaustrada de piedra, Horacio Echevarrieta, mostacho grueso y pajarita sobre impecable camisa blanca, contempla la puesta de sol mientras a su espalda suena música estridente, ese baile endiablado que llaman foxtrot y que tan de moda se ha puesto. Personalmente no le gusta demasiado pero ha de reconocer que ver a las mujeres sudorosas, con las muselinas adheridas al cuerpo y ese brillo en la mirada, le produce un punto de lujuriosa excitación. Secretamente, don Horacio está harto de tanta mojigatería.

Un hombre culto como él, adinerado por herencia y viajado por excelencia, sabe apreciar lo bueno. Por ejemplo, ese champán francés que corre como el agua de mesa en mesa o los vinos de postre, dorados como el sol de Andalucía, que sirvieron tras la opípara comida con que ha obsequiado a sus amistades. Es consciente de que con un par de botellas comería una familia entera del otro lado de la ría y su alma republicana se lo echa en cara a menudo de un modo sordo pero insistente. Por eso procura que a sus obreros no les falte la comida y es también el motivo de que pocos años más tarde se encargue personalmente de negociar con el rey de Marruecos la liberación de los soldados españoles prisioneros en África tras el desastre de Annual. Ni María, su mujer, ni sus vástagos tienen, en cambio, problemas de conciencia, de hecho duda de que conozcan cómo viven aquellos que propician con arduo trabajo en las minas y los astilleros de su propiedad, el tren de vida que llevan. Algún día les explicará que no todos viven igual. Será antes de que los hijos se hagan cargo del enorme entramado empresarial legado de su padre y que él ha ido engrandeciendo.

Pero será otro día, esta es una jornada para disfrutar del resultado de una obra que en principio le pareció loca pero que hoy, justo hoy, puede ver culminada con éxito gracias a su amigo Ricardo Bastida, el arquitecto al que se le ocurrió la brillante idea, copas de por medio, de levantar unas lujosísimas galerías con vistas al mar cuando él le indicó la necesidad de apuntalar la ladera sobre la que se asentaba su residencia de verano.

¿Y para qué?, le había preguntado.

Coño, Horacio, pues para recibir a los amigos, para qué va a ser, le había contestado el arquitecto.

Para recibir a los amigos, las galerías albergan los mejores salones, los más bellos decorados, los frescos más vivos y Don Horacio caerá en la extravagancia de organizar en su interior hasta partidos de tenis para entretener a los invitados. Miradores infinitos y una chimenea de mármol al amor de cuya lumbre pueden arrimarse una treintena de personas sin estar apelotonados, convierten cada rincón en un derroche de lujo nunca visto hasta entonces. Horacio echa un vistazo a la fiesta, sonríe y vuelve de nuevo su mirada al mar disfrutando de la belleza que para él han construido. Todo parece tan perfecto que un leve estremecimiento le recorre la espina dorsal, como si los nubarrones que se ven al fondo sobre el horizonte, estuvieran llegando ya a su hasta ahora acomodada existencia. Todavía no sabe, aunque quizás lo intuye, que nada es eterno, que las revueltas sociales, la guerra civil que se avecina y el desastre de su fábrica en Cádiz, que borró de un plumazo media ciudad, darán un zarpazo mortal a su estilo de vida y marcarán la decadencia de toda una estirpe de empresarios vascos. Y que tendrá que derribar Etxeberri, su amada mansión de verano, abandonando para siempre el lugar que ocupa ahora en sus corredores.

Actualmente, las galerías de Punta Begoña están en ruinas. El esplendor de sus salones puede entreverse apenas entre la mugre que recubre sus muros y como un insulto a la cara del republicano que fue Horacio Echevarrieta, las inscripciones: “Franco, Franco, Franco” y “España, Una, Grande y Libre”, se enseñorean de las molduras del techo. Una cadena hotelera, hace años, presentó un proyecto para construir en ellas un hotel de lujo, seguramente intentando atraer a una clientela selecta con el reclamo de aquella época, pero la cosa no cuajó. Hoy el ayuntamiento organiza visitas guiadas donde se explican atentamente los pormenores de su magnífica historia, la de verdad, no esta inventada por mi, pero su fachada se cae, los artesonados se pudren y el esplendor no vuelve. Nadie hace nada por ellas. Acaso hayan muerto ya.