Miguel Malo
Miguel Malo. Periodista.

Una cálida tarde de verano, un joven y su amigo se encuentran hablando sobre lo difícil que resulta hoy en día conocer a una persona que merezca la pena. Comentan que, por un lado, tiene que ser alguien que les guste físicamente, que tenga una personalidad que les convenza, etc; y al mismo tiempo, esas circunstancias se tienen que dar en la otra persona también.

“A eso hay que sumar”, decía el joven, “que no basta con que se gusten, las dos personas tienen que encajar, tienen que ser compatibles”.

A lo que el amigo añadía: “Y a la dificultad que tiene encontrar una persona con la que estar a gusto, hay que contar con el hecho de que es necesario que ambas personas lleguen a conocerse”.

“Claro, aunque yo encontrase a una persona así, no sabría qué decirle para poder hacerle ver que somos dos personas que pueden encajar, y menos aún hacerlo en una sola frase”.

“Bueno, hay mil formas de romper el hielo, con una frase basta para empezar una conversación”, decía el amigo.

Pero el joven no estaba de acuerdo. Sabía que lo que necesitaba era más tiempo. Demasiado, imposible como para expresar adecuadamente lo que él quería, en el momento.

“Le contaría una historia ficticia”, dijo. “Una historia que empezaría diciendo «Había una vez» y acabaría con un «Y así fue para siempre»”.

Había una vez un chico y una chica. Los dos tenían 20 años. Eran dos personas normales, cada una con sus peculiaridades y sus gustos, y hacían una vida normal. Además, tenían una cosa en común, y es que vivían en la misma ciudad.

Así que una cálida tarde de verano, el chico se dirigía a la parte interior de la ciudad, mientras que la chica iba a la zona costera. Ambos habían imaginado la noche anterior lo que sería cruzarse con una persona que encajase en sus respectivas vidas, y cómo podría ser esa persona. Y ese hecho tuvo lugar, ambos se cruzaron en su camino.

“Perdona”, dijo el chico. “Te veo pasar y creo que eres la persona adecuada para mí, igual no me crees, pero tengo la sensación de que tú y yo encajaríamos juntos si tuviésemos la oportunidad de conocernos”.

“Es increíble”, le contestó ella. “Iba a decirte exactamente lo mismo”.

Y así caminaron juntos hasta un sitio más tranquilo y se sentaron en un banco a hablar durante horas. Como los dos habían confesado pensar lo mismo sobre el otro, ambos se encontraban en una situación de igualdad. El presentimiento que habían tenido en un primer momento resultó ser cierto. Ambos sentían que habían encontrado a una persona que realmente merecía la pena, y que encajaba a la perfección con ellos mismos.

Los chicos hablaron de muchas cosas, estuvieron muy a gusto y el tiempo se les pasó volando, hasta que empezó a anochecer. Entonces, los dos sintieron lo mismo al mismo tiempo. No podía ser todo tan simple. Tenían dudas de si lo que había ocurrido entre ellos era parte del destino, si todo era tan fácil como cruzarse en la calle en una cálida tarde de verano. El pensar que una persona pudiera aparecer de la nada y cobrar tanta importancia en sus vidas les hacía dudar.

“Tengo una idea”, dijo la chica en un momento de la conversación. “Podemos seguir cada uno con nuestras respectivas vidas y, si nos volvemos a cruzar otro día, sabremos que entonces esto no ha sido una casualidad, y que realmente merece la pena que nos sigamos conociendo”.

Al chico también le pareció una buena idea. Y así hicieron. Se autoimpusieron una prueba el uno al otro de una manera innecesaria por el hecho de creer en el destino, y no en las casualidades. Perdieron la oportunidad de conocer a una persona que merecía la pena por desaprovechar una bonita casualidad.

Ambos se quedaron sin saber si lo que habían experimentado juntos era un deseo de verdad, o un simple encaprichamiento momentáneo. Lo que en un primer momento era una certeza, acabó convirtiéndose en una incertidumbre.

El destino, o la ausencia de casualidades según se quiera mirar, hizo que no volvieran a verse durante 10 años. Tras ese largo tiempo, ambos se habían olvidado ya el uno del otro. Habían conocido a muchas personas, vivido muchas experiencias y sus vidas habían continuado como lo habrían hecho si no se hubiesen conocido.

Una cálida tarde de verano, el chico iba caminando hacia la parte interior de la ciudad, mientras que la chica caminaba hacia la zona costera. Los dos volvieron a coincidir en la misma calle que hace 10 años. Sus miradas se cruzaron, ambos tuvieron durante un efímero instante la sensación de que algo se activaba en su memoria. Ambos sabían en el interior de su mente, sin ser conscientes, que esa persona era importante. Pero había transcurrido demasiado tiempo. Los dos pasaron de largo y se perdieron entre la gente.

Y así fue para siempre.

“¿Por qué le contarías una historia tan triste?”, preguntó el amigo.

“Porque es la única forma que tendría de enseñarle que cada momento es único e irrepetible, y que lo que un día es una oportunidad, puede que al siguiente no lo sea”.

Sí, eso es exactamente lo que le diría.