César Charro. 28 febrero 2015.

 

Por razones que no vienen al caso y que en su día tuvieron que ver con lo profesional, estoy interesado en el fenómeno de la inmigración en nuestro pueblo. No demasiado en cómo se reparten las ayudas, si se controlan adecuadamente o se otorgan a quien más merecimientos tiene. Llámenme descuidado si quieren, pero prefiero dejar tan engorroso asunto a las autoridades en las que, como todo ciudadano, debo confiar sin asomo de recelo. Ya llegará el día del voto.

A mi, decía, me interesa más conocer cómo le va a una persona cuando deja su tierra atrás para venir a buscarse el sustento a miles kilómetros de distancia, cómo evoluciona su actitud ante la vida al conocernos, cómo cambian sus expresiones lingüísticas, cómo, en definitiva, van asimilando un nuevo mundo y fundiéndose con él hasta hacerlo propio. El emigrante construye una nueva vida fuera de su patria, lo cual es de suyo triste y literario y da para una columna dominical.

En nuestra ciudad conviven personas de muchas nacionalidades, siendo los más numerosos los bolivianos, con una colonia de más de dos mil personas. Suelo ver a muchas bolivianas en los parques al cuidado de nuestros niños y viejos, lo que significa que se han ido ganando a fuerza de trabajo y dedicación nuestra confianza, pues no a cualquiera se le otorga el cuidar lo que más queremos. A ellos, presurosos, encaminarse con la amanecida a trabajar a la obra o al taller. Son gentes laboriosas y honradas que me recuerdan a mi propio padre cuando iba a la misma hora, con el bocadillo bajo el brazo envuelto en papel de periódico y el mismo tabardo pasado ya entonces de moda a trabajar a una fábrica para sacarnos adelante. Me fijo también en que entre ellos hay emprendedores que empiezan a montar negocios que, aunque en principio orientaban a una clientela de su propia comunidad, como los de la venta de productos de su tierra, ahora ya se dirigen con éxito a un público general. Prosperan golpe a golpe pero no verso a verso, que en la miseria no hay rimas que valgan y solo abundan el sudor y las lágrimas.

Hace un par de semanas, el 15 de febrero, tuve la ocasión de verles desfilar por las calles de Las Arenas bajo un aguacero considerable y con un frío de mil demonios celebrando el Carnaval a la manera de su tierra. Yo, con el carácter acomodaticio de quienes tenemos el chusco asegurado, pensé que el desfile se suspendería y se contentarían con la celebración de la misa y la posterior comida que tenían programada. Qué ingenuo. Acabados los oficios religiosos, se enfundaron en sus ligeros vestidos carnavaleros y se marcaron un pasacalles de dos horas bajo las condiciones más inclementes que imaginarse pueda. No desaparecieron en todo el recorrido ni las sonrisas de sus caras, ni el entusiasmo con el que bailaban al son de músicas que a los ignorantes siempre nos recuerdan esa canción que Simon y Garfunkel le hicieron a un cóndor. De hecho, en determinados tramos, la policía local tuvo que meterles prisa para que no se pasaran del tiempo permitido, pues el caos circulatorio empezaba ya a cundir con el consiguiente enfado de algunos vecinos que llegaban tarde a tomar vinos dos calles más allá. Qué derroche de alegría.

Y viendo esto, uno no puede por menos de pensar que cuando las personas ponen este entusiasmo en algo, el mundo es suyo. Y que ahora que nuestra sociedad sufre del mal de la apatía por culpa de una crisis que creímos que nunca llegaría, ahora que muchos adolescentes se esconden en oscuras lonjas porque nadie les ofrece fuera la diversión a la que todo joven tiene derecho, ahora que nos peleamos entre nosotros y que cada vez buscamos mas cosas que nos separan en lugar de ver lo que nos une, llegan ellos y nos dan una lección que no se si querremos aprender, pero que está ahí para quien la quiera ver. Una lección de esfuerzo, de constancia, de poner al mal tiempo buena cara, de recordar que cuando ganas cinco hay que guardar una, o si puedes dos, para cuando vengan mal dadas, que siempre vienen. En fin, lo que nos enseñaron nuestros mayores y que fuimos olvidando por el camino cuando nos dijeron que éramos europeos como los alemanes y ricos como los qataríes, y que el dinero que nos daban los bancos era de balde y luego no lo fue. Me alegro de ver a esta gente en Getxo porque nos enriquecen sin ningún género de duda. Ellos tienen también sus sombras y lo saben. Frenar el consumo de alcohol en fin de semana que aqueja a algunos de sus nacionales, producto quizás del desarraigo, o ahondar en las políticas de igualdad de género, son algunas de sus asignaturas pendientes y ahí me gustaría ver a los servicios municipales con sus campañas de sensibilización.

Parado allí bajo la lluvia, tengo que reconocer que, a diferencia de lo que les hicimos nosotros, ellos me conquistaron también pero al ritmo de la quena y la zanfoña y pensé que en un tiempo prudencial, igual que tendremos médicos y profesores bolivianos o de otras procedencias, acaso podamos tener también un alcalde del altiplano con el rostro arrugado de un indio sabio. Parecerá extraño quizá pero, ¿no acaba de marcar un gol un negro con la camiseta del Athletic?