César Charro. 30 marzo 2015.
Cabalgamos sin remedio hacia un mundo sin recuerdos, parece una película de ciencia ficción, un mátrix doméstico, una realidad densa y soterrada. Es así, créanme, y las multinacionales se encargan de ello para que cambie usted, amable lector, de abrigo todos los años, de teléfono cada dos, de muebles cada cuatro, de coche cada ocho … , y así hasta el infinito o hasta que se muera, que es igual. Ya no se hacen las cosas para que duren y cuando uno viaja a países más pobres o más inteligentes que el nuestro, mira con aire de superioridad a aquellos que no tienen los últimos modelos de todo y con abierta conmiseración a los que, encima, se ponen a arreglar con sus manos un electrodoméstico. Así de tontos nos han vuelto.
En Getxo, sin embargo, ajeno a esta corriente, remansado en la riada de personas que transitan arriba y abajo la calle Torrene, se encuentra el Fisherman’s, un bar donde ponen el mejor café del mundo. ¿No lo creen? Vayan y me lo dirán. Pidan una taza de, este si, relaxing café con leche y asistan atónitos al ritual de ver cómo nos la llenan con la medida precisa de café, leche y crema sobresaliendo dos centímetros exactos por encima del borde, pídanlo especiado con canela y espolvoreado con chocolate si gustan. Y luego, sorban lentamente. Ya me contarán. Oficia en este templo sin televisor un matrimonio al que solo conozco de verlos tras la barra y de haber cruzado dos palabras con ellos, no porque sean adustos, sino porque entienden acertadamente que quien allí recala está necesitado de la paz que por unos minutos, siempre breves, su local proporciona, un sosiego que no debe ser alterado sino por expresa petición del cliente. Oí una vez que el Fisherman’s era un bar heredado, algo era ello. Sólo quien lo ha mamado desde chico logra alcanzar la excelencia, la de verdad, no la de esas Q que no dejan de ser otro invento de listillos para vivir del cuento.
En otras latitudes, cercana a la estación de metro de Neguri, la librería López, casa fundada en 1948, alberga las más exquisitas ediciones y reediciones de Poe, Stevenson o Baudelaire junto a otros libros de autores del pueblo, o de cerca, que hablan de nuestro mar y de sus gentes, de los caseríos que murieron para hacer pisos encima y de otras historias que ya no parecen interesar a casi nadie. Es un lugar pequeño, abigarrado de cosas y aromas a papel y del que cualquier bibliófilo siente pena de marcharse. Yo me quedaría allí mirando cosas media tarde pero, claro, son cuatro metros cuadrados y no es plan de ocuparlos para dar rienda suelta a la melancolía de uno. Como de los libros hoy día ya no se vive desde que la gente se dedica a bajarlos de internet y prefiere el sexo medio lelo de las cincuenta sombras de Grey al salvaje y más completo del Marqués de Sade, la librería López ofrece en sus escaparates los más bellos objetos de escritura, cuartillas para cartas en papeles ahuesados y cachivaches inútiles pero preciosos para poner encima del escritorio y que le acompañen a uno en la travesía de las letras. Otro negocio familiar.
Sobreviven estos locales a duras penas siendo los guardianes de las esencias de otra época, aquella en la que el librero, el barman o el tendero conocían por el nombre a sus clientes y les aconsejaban con paciencia y dedicación. Y pienso que, ahora que hablamos de los muchos negocios que la crisis se ha llevado por delante, sería bueno pasarse por allí a tomar un café o a comprar un libro y aprender. Estaría bien, además, proteger este modelo de negocio porque esto sí que es lo nuestro, lo que merece la pena, lo de verdad excelente y diferenciador de otros que lo hacen peor. Y así, bien promocionado y potenciado, por fuerza han de revivir nuestras calles con el bullir de gentes deseosas de adquirir artículos buenos y asequibles, objetos que duran y que si no, al menos permanecen en nuestra memoria como aquel juguete que perdimos de pequeños y que no nos cansamos de buscar en cada juguetería por Navidad. No sé qué les parecerá, a lo mejor creen que todo es una tontería y que es mejor ir a Artea a comprar.
A mi, humildemente, no me sale de los cojones tomarme una café del Starbucks en un vaso de plástico o comprarme un libro en la Fnac, ¿qué pasa?