César Charro. 3 mayo 2015

 

cesarLa que se formó en Getxo el pasado domingo fue de antología. El atraque del Anthem of the Seas en el muelle destinado a la parada y fonda de los cruceros de lujo, convirtió la jornada en un caos circulatorio que, en los años que uno lleva por aquí, que ya son algunos, no había visto jamás. Más de cuatro mil pasajeros, habitantes interinos de uno de los engendros más monstruosos que hayan surcado los mares, comenzaron a descender del buque para embarcarse en autocares. El shock de pasar de un transporte a otro sin duda tuvo que ser grande para ellos, pues la mayoría iban con gesto serio, casi sin mirar por las ventanillas, como renunciando a las hermosas vistas que nuestro pueblo ofrece a los foráneos. De esta manera, no pudieron reparar como se debe en las galerías semiderruidas de Punta Begoña, otrora sede de fiestas que para si hubiera querido el gran Gatsby, ni en el chalet de la Alcaldesa con todos los ventanales rotos y los jardines asilvestrados, residencia actual de un magrebí que es matemático, un muchacho que dice ser luchador ninja pero que es yonki, y una chica polaca que, según costumbre de los desheredados de su país, bebe algo más de la cuenta para aguantar el frío en las noches de invierno. Una pena. Yo me hubiera ofrecido gratis a contarles estas historias, pero se ve que tenían prisa.

En mi condición de funcionario, que me permite meter el morro en sitios donde no llega el ciudadano raso y tras dedicar la mejor de mis sonrisas a la chica que controlaba los accesos, accedí a la zona restringida y me encaminé con paso firme hacia la gran carpa levantada en el muelle con la intención de codearme, por una vez en mi vida, con auténtica gente de bien, ya saben, algún millonario tejano, una condesa gorda amante del Zar Nicolás, o la hija aventurera y desinhibida de un magnate de Wall Street, de esas que gastan pamela y fuman pitillos en boquilla larga de carey. Ese tipo de gente que uno acostumbra a ver en las películas de trasatlánticos. Me atraía también, y no lo negaré, la idea de tomar un liviano refrigerio en tan selecta compañía, algo de caviar iraní, un poco de chatka traído especialmente del mar Báltico, alzar, quizás, mi copa rebosante de Moet Chandon junto a la del capitán en el brindis de honor a las autoridades locales… ¿Pueden creer que, en lugar de gente guapa y viandas de postín, en la carpa solo había cuatro guardias civiles con cara de haba, unos puestos con folletos que nadie miraba y un par de tipos vestidos de txistularis? Los pasajeros del mamotreto marino bajaban por la escalinata y atravesaban el espacio de la carpa como si les fueran a robar la cartera. Llegados a este punto y un tanto avergonzado, disimulé como pude haciendo como que buscaba a alguien y me retiré apresuradamente de allí pensando que la culpa de mi decepción no podía atribuirse sino a esta propensión que tengo a fantasear con cosas que no son. Porque hay cosas que no son.

La terminal de cruceros de lujo es una plancha enorme de hormigón con cuatro casetas de madera que ofrecen excursiones tirando a baratas. Ni es de lujo ni lo será mientras haya que levantar una carpa, la misma de todos los festivales, conciertos y fiestas, cada vez que llega un barco. La acogida al visitante, no se si por culpa de ellos o nuestra, es gélida. El Puerto Deportivo no ofrece tiendas de interés donde gastarse los cuartos quien los tenga, a no ser que quiera comprarse unas katiuskas para el barco o un arpón de pesca y, aunque los bares están bien, tampoco son la quintaesencia de la oferta hostelera. Así las cosas, a los turistas los montan en autocares y los sacan de allí lo más rápido posible, rumbo a destinos desconocidos. Yo creo que ninguno de estos visitantes se ha dejado jamás un euro en Getxo, salvo que a alguno le haya dado un apretón y haya tenido que tomarse algo en un bar como disculpa para usar el baño.

Y luego está lo del tráfico. Eso ya no tiene remedio. O si lo tiene pasa por sacrificar las campas de Arriluze. El acceso a la playa de Ereaga es un cuello de botella que se colapsa, sin necesidad de que lleguen turistas, cada vez que sale el sol. Dos estrechos carriles, uno en cada sentido, que no son capaces de absorber ni de lejos el ingente tráfico que soportan. Y lo que es peor, un preocupante escenario si alguna vez hubiera que proveer a la zona de equipos de emergencia por causa de algún accidente. Bomberos, ambulancias, policía, todos se verían atrapados en la riada de coches que van o vuelven. Quizás los vehículos menos voluminosos podrían acceder, con riesgo para los usuarios eso sí, por el bidegorri, no así los camiones. Personalmente soy de los que opinan que cuando se aspira a albergar ciertos acontecimientos, la seguridad debe ser lo primero y más en estos tiempos convulsos.

Total, que el Himno de los Mares, que es lo que significa el nombre del buque en inglés, vino y se marchó. En medio quedó, como anécdota colateral, el follón circulatorio, los cortes de accesos a la playa desde la mismísima rotonda de Artaza y el cabreo de los vecinos, a la par que mi enorme decepción por haber tenido que renunciar, una vez más, a mis delirios de grandeza. Al final, ya lo decía Rubén Blades, si naciste pa´ martillo, del cielo te caen los clavos.

Y con esto que les cuento…, declaro inaugurada la temporada de cruceros. Agárrense los machos.