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Lo pintaron de rojo

cesar

Nada hay más desgarrador que el dolor de una madre al perder a su hijo, nada más injusto que la muerte de un joven en la flor de la vida y nada más vergonzoso que ignorar a quien sufre en sus carnes semejante zarpazo del destino. Las mujeres atenienses, que exhortaban a sus hijos a volver de la batalla victoriosos o yaciendo sobre su escudo, se rasgaban no obstante la ropa y se arañaban el rostro cuando los traían muertos y entonces de poco valía la arenga de la partida. Sólo el recuerdo permanece y perderlo, o querer arrebatárselo a sus seres queridos, se vuelve desprecio, humillación y tortura. Entonces nos damos cuenta de en qué mundo vivimos y a qué tipo de gente encomendamos las responsabilidades más altas.

Mikel Uriarte murió con veintidós años porque su vehículo no frenó al llegar al final de la barquilla del Puente Colgante porque el piso de la misma parecía una pista de hielo y porque las medidas de seguridad eran una mierda. Por eso murió Mikel Uriarte y a partir de ahí sus padres se volvieron incómodos por querer que lo que le pasó a él no le volviera a pasar a nadie más y por empeñarse en limpiar la memoria de su único hijo, del que llegaron a insinuar que iba drogado. A Mikel, para enmierdar el caso y no pagar, también intentaron investigarle los antecedentes penales. ¿Qué hubiera cambiado si este chico, un buen chico, hubiera sido lo contrario?, ¿Acaso su muerte conllevaría menor peso en las conciencias de los que estaban obligados a garantizar la seguridad y no lo hicieron? Por lo visto alguien pensó que sí, que a lo mejor, si había suerte y el muerto era un drogata, su vida tendría menos valor y su muerte menos remordimientos.

En el artesanal y no por ello menos excelente trabajo del factótum de este medio que Diario digital de Getxo, con una entrevista cámara en mano a la madre del chico fallecido, se afirman cosas que deberían hacer mover los hilos de la justicia y de lo que entendemos como nuestro sistema de valores. Que la práctica totalidad de muertes por caída al agua de vehículos lo han sido con la barquilla actual, que los incidentes en los que han estado a punto de morir usuarios han sido varios más, algunos gravísimos, como el del coche de otros jóvenes que, al frenar, perdió toda adherencia, colisionando con la barrera de protección, que se abrió, quedando con las ruedas delanteras al aire sobre la ría y que hay muchos testigos que han declarado sobre la precariedad de las medidas de seguridad y nadie les ha hecho caso. Pero nada ha valido, es como si una mano invisible se empeñara en correr el telón de esta tragedia horrible convirtiéndola en un pequeño y fugaz entremés para dar paso cuanto antes a la siguiente función. Olvidar pronto, que no se hable, que no se vea, que no se escuche.

Cuando una cosa de estas sucede, y sobre las posibles responsabilidades civiles o penales que puedan concurrir, cabe esperar que se tomen las medidas tendentes a evitar su repetición y, además, se ayude a la familia en todo lo necesario, que se la apoye y se le transmita el pesar de todos aunque, como dice esta madre coraje, no pueda haber consuelo posible para tanto dolor. Nada de esto se ha hecho, al menos nada de buen grado. Las reformas en la seguridad del puente lo fueron a regañadientes y más para burlar los peritajes solicitados por la familia, cambiando suelos, elementos y mecanismos, antes de poder llevar a cabo las pericias en un vano intento de hurtar la certeza de los hechos, una verdad que aunque conocida, se trata de impedir que quede certificada de modo fehaciente para no tener que afrontar sus consecuencias al completo.

A los padres de Mikel Uriarte los Alcaldes no les recibieron, el Ararteko se los quitó de encima, el Presidente de la UNESCO Etxea, en cuyo catálogo está reseñado el Puente Colgante, no les contesta a las cartas y los responsables de la concesionaria del Puente Colgante, el único patrimonio de la UNESCO gestionado por una empresa privada, les miran por encima del hombro cada vez que se los encuentran. Qué incómodas son las víctimas y cuánto sabemos de eso en esta tierra. Nos hemos acostumbrado a darles el pésame el lunes y olvidarlas el martes, a exigirles que se callen y a responsabilizarlas de su desgracia si no lo hacen.

A Mikel Uriarte no lo mató un atracador, ni murió víctima de la droga, ni siquiera su muerte es imputable a un accidente de tráfico. A Mikel lo mató la dejadez de unos irresponsables que no se tomaron en serio la seguridad de un transporte que cuelga a cuarenta metros sobre la ría después de que hubieran sucedido varios y muy serios incidentes; lo mataron los roñosos que quisieron ahorrar unos miles de euros en que el público viajara más seguro y murió mientras la empresa repartía dividendos e invertía un dineral en cambiar el color de la pintura.

Lo pintaron de rojo, de rojo sangre.