cesar

Lo cierto es que se enamoraron, él en cuanto la vio, ella un poco más tarde. Ni lo buscaron ni lo quisieron, simplemente sucedió porque hay cosas que por más que te empeñes son inevitables y porque estaba escrito en algún sitio, tal vez en la espuma del mar, o en las nubes, o en el viento, que tenía que ser así. En el amor siempre hay que decir estas cosas.

De pregonar sus nombres me abstengo por conocidos en el pueblo y por guardar el secreto de sus encuentros prohibidos. Solo les diré que ella tenía el pelo dorado, los ojos del color del ámbar y una sonrisa como de sirena, claro que esto último quién lo va a creer. Nadie, desde Ulises, ha vuelto a ser inmune al embrujo de estas lamias del mar y eso fue porque le ataron al mástil de su barco, que lo pidió él, y porque probablemente la sirena no era de Las Arenas como la de esta historia. Así las cosas, y como nuestro hombre no le llegaba al griego ni a la suela del zapato, tuvo por fuerza que perder los papeles, la razón y el sentido por aquella mujer que era de otro y encadenar el corazón al timón de sus caderas por los siglos de los siglos.

Hay veces que, sin tener demasiada confianza, la gente cuenta cosas porque ya no puede más y tú les juras por tus muertos y los suyos mantener el secreto. Sin embargo no es tan fácil, no se si me entienden. Ante una buena historia de amor, todo lo demás se antoja vacuo, secundario y prescindible, incluso las encuestas electorales y el recuento de lo que nos van a robar en la próxima legislatura.

Él me contó con mucho misterio, fíjense la tontería, que una vez la encontró en Arriluze y aquel día el sol se escondió más tarde de lo habitual tras la bocana del puerto. Me dijo también que cuando se veían, ella le abrazaba en mitad de la calle y le pedía que la besara sin venir a cuento y que cuando por fin hicieron el amor, nunca fue tan torpe, ni tan tierno, ni tan loco como lo fue entre sus brazos. Una mañana de lluvia, lo recuerda perfectamente, ella se fue porque tenía que ser así y desde ese día el otoño empieza el uno de junio. Le toca entonces esforzarse durante un par de semanas en recuperar la alegría y volver a su ritmo de vida habitual. Son días de bajón que dedica con cualquier excusa a escaparse a algún lugar, solo, donde poder soñarla sin tener que cerrar los ojos.

Hay historias condenadas a terminar como el rosario de la aurora, eso lo sabe todo el mundo, y las hay para durar toda una vida. La suya era de las primeras y terminó como las segundas porque se querían de verdad, porque se respetaron hasta el final y porque todavía, aunque no lo sepa nadie, siguen viéndose de vez en cuando y, desde una distancia prudencial, ella le dedica una sonrisa y él corresponde poniéndole la misma cara de bobo que en su primera cita.

Se dice, aunque esto ya no se si será verdad, que, borracho en un bar del Puerto Viejo, nuestro amigo le contó su historia a un tipo que hacia películas y que había llegado el día anterior en un crucero de jubilados americanos. Lo que pasa es que él se fue a casa y escribió Los Puentes de Madison y a mi me tocó hacer lo propio en el periódico digital de un pueblo marinero.

Hoy es día de votaciones y pensé que después de depositar su papeleta en la urna, quizá les apetecería leer algo diferente. Ustedes me dirán si he acertado.