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Delincuencia juvenil

Esta misma semana en el programa de ETB2 Como En Casa En Ningún Sitio, me preguntaba su conductora, Patricia Gaztañaga, por el asunto de la delincuencia juvenil en nuestras ciudades. La pregunta venía a raíz de la publicación por parte del Gobierno Vasco de los índices de reinserción en los delitos perpetrados por menores de edad en la que, por lo visto, los datos apuntaban con  cierto triunfalismo a un ochenta por ciento de jóvenes que, tras someterse a las medidas que marca la Ley Penal del Menor, no volvían a cometer desmanes. Cierto es que no se dice en ellas durante cuánto tiempo se hace el seguimiento pero, bueno, las damos por válidas y son positivas, qué duda cabe.

No obstante, hay algo que me preocupa mucho y sobre lo que las autoridades, una vez más, pasan de soslayo. Es el alto porcentaje de delitos violentos en los que son partícipes o directamente autores los menores de edad. Esto nos debería llevar directamente a una profunda reflexión sobre la caída de nuestro sistema de valores como sociedad. ¿Por qué unos jóvenes se unen, como ha sucedido esta semana en Cataluña, como sucedió hace años en Getxo, para apalear a un sin techo mientras duerme, inerme, bajo sus cartones? ¿Qué hemos hecho de nuestros hijos e hijas para que se ceben con sus compañeros más débiles hasta conducirlos en el peor de los casos al suicidio? Nada de esto nos es ajeno, pues no hay ciudad, villa o pueblo, el nuestro tampoco, que se libre de sufrir incidentes casi cada fin de semana en forma de peleas, agresiones o robos con intimidación, por poner tres ejemplos.

Hubo una generación en la que los padres se deslomaban trabajando en la obra o en la fábrica para que sus hijos fueran más que ellos, para que estudiaran y pudieran acceder a un mejor puesto de trabajo o, como ellos decían, para ser alguien en la vida. Los que pudimos con mayor o menor fortuna cumplir las expectativas de nuestros progenitores, más tarde tuvimos hijos y nos dedicamos a darles todo aquello de lo que nosotros carecimos, quisimos que lo tuvieran más fácil, más bonito y mejor de lo que lo habían tenido nuestros padres y abuelos, que pasaron tanta hambre, y les regalamos dinero y bienes materiales, la mayoría superfluos, a cambio de nada, ahuyentando de ellos la idea de sacrificio y el valor del esfuerzo personal para conseguir metas en la vida.

No inculcamos en sus corazones la sagrada idea, tan arraigada antaño entre los vascos, de pertenencia a una comunidad, de cuidar de sus semejantes más débiles, de que en esta vida existen responsabilidades que, aunque no te las paguen, las tienes que afrontar porque así es como debe ser. Al contrario, les enseñamos a adorar lo material, el dinero, a pavonearse con móviles de mil euros mientras los jubilados y las viudas que viven a nuestro alrededor deben pasar el mes con la mitad de ese dinero.

Paralelamente a esto, permitimos que programas asquerosos de telebasura sustituyeran la labor docente de maestros y profesores y dimos por bueno que nuestros chavales respetaran más a un Jorge Javier cualquiera que a quien te enseñó a leer y a escribir, o a quien te sentaba en sus rodillas de niño para contarte batallas de la guerra. A tal extremo hemos llegado que hay para quien parece que es mejor ser puta de plató o macarra de discoteca que ingeniera, médico, taxista o cualquier otra cosa decente y honrada, ya que siempre está más pagado lo primero.

Quiero decirles que vamos equivocados. En un municipio como el nuestro, rico, o al menos con un nivel económico mayor que el de los colindantes, existen chicos y chicas de buenas familias que delinquen sin necesidad, que malgastan su juventud, que serán en pocos años disminuidos mentales, habiendo nacido sanos, por el abuso de sustancias que no deberían siquiera conocer a su edad. Se que son los menos, por supuesto, pero a mi me duelen estos. Me preocupa saber que la actual será la primera generación en la que los hijos serán menos que sus padres y que, quizá, algunos de estos no los verán crecer como debieran, o los verán transitar, como ya está sucediendo, por los abismos de una nueva marginalidad, la de los que fueron olvidados de unos padres que estaban demasiado ocupados para atenderles.

Quizás les parezca que exagero. Tal vez ustedes no tengan la constatación de lo que digo, o no lo hayan visto de cerca, en cuyo caso han tenido suerte. Yo si que lo he visto, aquí, entre nosotros, en Algorta, en Neguri, en Las Arenas,… en familias que se te rompe el alma porque las conoces de toda la vida. Hay nuevo gobierno municipal y me gustaría que ahondara en las políticas dirigidas a los jóvenes pero, ojo, ellos no les van a sustituir a ustedes, padres y madres, como tampoco lo hará el colegio ni el profesor. Es su responsabilidad, solo suya. Por último, permítanme el atrevimiento de darles un breve consejo: no permitan tampoco que el primer no a algo que oiga su hijo en la vida se lo tenga que decir la policía a la puerta de un calabozo. Es una cosa muy triste.