Ha comenzado con rigor la temporada de playas. Las calores de la última semana han arrojado en ellas, desde Las Arenas hasta Azkorri, miles de cuerpos cuya salud cutánea se halla en serio peligro, lo mismo que la integridad de sus mochilas, aunque cierto es que en los últimos años el latrocinio playero está remitiendo mucho seguramente porque se acaba la crisis y los ladrones han venido a mejor fortuna o encontrado un trabajo digno, pleno de derechos y remuneración.

Tal vez para apoyar la labor de quienes se encargan de la vigilancia de los arenales, léase policías locales, ertzainas y hondartzainas, recaló el viernes la fragata Blas de Lezo en la zona de atraque de cruceros, un buque más pequeño que los que estamos acostumbrados a ver aquí pero con bastante más mala leche. Lo digo porque cuenta con una serie de cañones, ametralladoras y lanzaderas de misiles que impresionan hasta en vacío. Dicen, además, que es un buque puntero en cuanto a sistemas de guerra electrónica y doy fe de que así ha de ser, pues en la visita guiada que te ofrecen por gentileza de la Armada, vi con mis propios ojos un montón de consolas, ordenadores y botoncicos de brillantes colores que permiten, entre otras cosas, vigilar el espacio aéreo en un radio de quinientos kilómetros. Con una de estas el Ayuntamiento de Bilbao tendría para controlar casi todo su término municipal.

La fragata fue recibida por el Ministro de Defensa y amadrinada por una señora entrada en años que al parecer es duquesa de Calabria, de donde el queso y la mafia, y a la que no se me otorgó el placer de saludar. También fue acogida por un grupo de manifestantes que le dieron la bienvenida al grito de “asesinos” y “fuera de aquí”. No me extraña. Es la Blas de Lezo, el marino vasco de Pasajes, uno de los tipos que más gente habrá matado en nuestra historia y cuya historia merece la pena recordar.

Don Blas de Lezo y Olavarrieta (observen que no le apeo el tratamiento) vino al mundo, como ya se ha dicho, en Pasajes de San Pedro allá por 1689 y con doce años ya estaba embarcado como guardiamarina en la escuadra francesa. Con diecisiete, una bala de cañón le destrozó la pierna izquierda, que le amputaron sin anestesia y sin gritos, y a partir de ahí le llamaron Pata Palo, apelativo que se quedó corto cuando tiempo después perdió también el ojo izquierdo y el brazo derecho. Entonces comenzaron a llamarle sus subordinados Medio Hombre, no por menosprecio sino lo contrario, con reverencia.

Como estratega no tuvo parangón, ni ha nacido militar naval que se le compare hasta el día de hoy. Hundió navíos que triplicaban la potencia de fuego del suyo, limpió de corsarios ingleses el mediterráneo matando mucho y sin contemplaciones para asegurar las rutas comerciales y, al término de su carrera, con seis barcos y tres mil seiscientos hombres, defendió Cartagena de Indias del asedio inglés y le destrozó al almirante Vernon una flota compuesta por ciento ochenta y seis buques y veintiséis mil soldados. Se cargó solo en esa batalla a unos diez mil enemigos. Tan grande fue la derrota, que el rey de Inglaterra prohibió que se hablara de ella, además de comerse las monedas conmemorativas que ya había acuñado para celebrar la victoria sobre el guipuzcoano. Al final, maltratado por la corte española y los chupatintas y lameculos que suelen abundar en ellas, murió en la pobreza.

Hay quien dice que el carácter de Blas de Lezo es muy propio de estas tierras, arrojado, emprendedor y cabezota como él solo. Algunos admiramos sus gestas porque consideramos que no ha habido novelista capaz de inventar un personaje similar al que en realidad tuvimos la suerte de parir aquí. En los países nórdicos, por poner un ejemplo de civilización y democracia, nadie se avergüenza de los vikingos, esas ratas que atacaban cobardemente aldeas de pescadores para robar, violar, esclavizar y matar sin medida y que cuando, crecidos por sus éxitos, se tuvieron que enfrentar a un ejército de verdad, el sajón, fueron aniquilados sin contemplaciones y enviados a Noruega, de donde nunca debieron salir, a bofetadas. Para ellos, y para medio mundo, la figura del vikingo está llena de resonancias admirativas sin que nadie se moleste en pensar en lo que de verdad fueron.

Y nosotros aquí, que tenemos al héroe por antonomasia, no solo en la guerra sino también en el modelo que fue su vida entera, nos cagamos en su memoria y con ello en la de este pueblo. Muchos vascos no saben quién era Blas de Lezo y a estos les recomiendo que se lean el excelente blog de Iñaki Anasagasti, el político del pelo al bies poco amante de dar coba a España, para que se informen bien. A lo mejor así comenzamos a preguntarnos si no es una vergüenza que el pasaitarra tenga una estatua en Madrid, otra en Cartagena de Indias y ninguna en su pueblo.

Sí señores, nos visita la fragata Blas de Lezo y yo solo por su nombre y por rendir honor a su memoria, me subí a ella. Y tras recorrer sus cuatro cubiertas bajo el agua y explicarnos un cadete de veinte años que si hay una inundación él era el encargado de poner unas cajas de madera atornilladas al casco para evitar que el océano entrara en las camaretas, decidí allí mismo que esa era la última vez que pisaba un barco.