Siempre nos ha gustado aderezar las fiestas con ciertas dosis de riesgo. Acuérdense, si no me creen, de las bajadas en patinete, que ahora todos llaman skate, por la cuesta de Arrigúnaga, que eran un clásico. ¡Qué talegadas! Había más lesionados que en San Fermín. Todavía cuando se contemplan las imágenes sorprende la cantidad de público que tenía el evento, uno de los más concurridos del programa festivo. En Basauri, de donde yo procedo, hacíamos también algo parecido pero con goitiberas y en una pendiente con el doble de desnivel. Algunos se daban tal morrada que estaban todas las fiestas y algunos meses más debatiéndose entre la vida y la muerte pero como eran jóvenes y de la tierra, generalmente sobrevivían y nadie, salvedad hecha de sus allegados más próximos, se alarmaba demasiado. Otra cosa digna de ver eran los espectáculos de vaquillas en los que también hacían su agosto los fabricantes de tiritas ya que, al no estar mal visto que los borrachos entraran a torear en plan Curro Romero sino que, al contrario, la hazaña se jaleaba muy largamente por el personal, solían sucederse cogidas tan espeluznantes por lo menos como la de Padilla en La Misericordia de Zaragoza. Hoy día están desterrados ambos eventos de nuestras fiestas en lo que algunos entienden como una intolerable intromisión de la Administración en los gustos de los ciudadanos. A mi, sin embargo, me parece bien que estos espectáculos no formen parte ya del programa porque creo que la fiesta debe tener como único objeto la diversión y nadie, aunque se haya pasado de copas, o sea un temerario, o sea medio bobo, debería pasarlas en un hospital.
Del mismo modo, nadie debería llevarse como recuerdo de una noche de fiesta una agresión sexual, una paliza por pertenecer a otra etnia o un robo por ser confiado. Ante la proximidad de las fiestas, muchos ayuntamientos hacen campaña contra las agresiones sexuales, pero yo creo que el ámbito de estas debería ampliarse a cualquier tipo de violencia. No sé por qué tenemos que dar por asumido que en los recintos festivos haya peleas o que si una joven ha bebido más de la cuenta sea “normal” que se aprovechen de ella. Me parecen ambas cosas un síntoma de irresponsabilidad ciudadana, además de una necedad. Es al revés, en el recinto verbenero la gente tiene que bailar, sonreír si le empujan, que para eso estamos en fiestas, y aprovechar para hacer amistades o para ligar. Y si una chiquilla está tirada en una esquina completamente borracha, procede llamar a sus padres, a la policía municipal o a una dotación sanitaria para que la atiendan y, mientras llegan, quedarse a cuidarla. Eso es ser un ciudadano normal de un pueblo normal. De hecho, no debería tener ni mérito siquiera porque es, sencillamente, lo que hay que hacer.
A veces pienso, y suelo decirlo donde me dejan, que estamos perdiendo un valor tan fundamental como es el sentimiento de comunidad, el de cuidar de nuestros semejantes que no pueden hacerlo por sí mismos, el de ayudarnos unos a otros sin ninguna otra razón que la de prestar un servicio a tu vecino porque lo necesita en ese momento. Antaño, si un niño jugaba en un lugar peligroso, cualquiera le reñía y luego se lo contaba a su madre para que lo supiera y tomara medidas. Si otro se cocía en fiestas y aparecía tirado en una esquina, no era infrecuente que un paisano le preguntara donde vivía y le ayudara a llegar a casa con el único inconveniente de que a veces paraban antes en un par de tascas y la llegada se demoraba más de lo que dictaba la prudencia. Y, esto también es importante, si te mosqueabas con otro y os dabais un par de trompadas, perdieras o ganaras, ni te ibas derecho al juzgado para sacarle la pasta con premeditación y alevosía ni a por una cuadrilla de amigos para dejarlo medio muerto. De hecho, como en las películas de John Ford, a veces terminabas tomando un trago con él y os hacíais amigos del alma, por lo menos hasta que se te pasaba la cogorza al día siguiente.
Habría que recuperar, pienso yo, ese carácter y a reforzar esta idea deberían dirigirse los esfuerzos de los responsables de organizar los programas festivos. La seguridad y la libertad son dos pilares de la convivencia democrática y no es asumible que en fiestas se vean mermadas de forma tan flagrante. Además, me niego a considerar que sea la policía la única encargada de velar por ellas. Mala cosa es que la única solución a los problemas sean las fuerzas del orden. El concepto de seguridad ciudadana es nuestro, de todos y cada uno de los miembros de un pueblo, municipio, comunidad o como quieran llamarlo y a la propia persona corresponde poner la primera piedra de su respeto y cumplimiento.
Sin ánimo de parecer un telepredicador, me gustaría, ahora que estamos a tiempo y todavía no hemos empezado a beber, llamar a la reflexión sobre este punto, a ver si conseguimos que no haya incidentes dignos de salir en las crónicas de sucesos. El año pasado los hubo y me avergüenza recordarlos, una mujer vejada y unos estudiantes de ingeniería apalizados por el único delito querer compartir una noche de fiesta con nosotros. Bueno, y por ser magrebíes. Comparto y les pido que lo hagan ustedes, el lema de muchos ayuntamientos: POR UNAS FIESTAS LIBRES DE AGRESIONES, ojalá que entre todos lo consigamos.
Y por favor no me digan lo de siempre, que soy un nostálgico y tiendo a idealizar cualquier tiempo pasado, lo que pasa es que este mes cumplo los cincuenta y tres y estoy un poco sensible. Ah, se me olvidaba, tampoco se molesten en enviarme regalos, hace mucho que ya no los celebro.