Si algo tiene de bueno volver de vacaciones es reencontrarse con los amigos, los compañeros de colegio si eres un peque, o con los lectores si es que te dejan escribir en algún sitio. Mi caso, evidentemente, es el tercero, aunque preferiría a estas alturas el suplicio matutino de levantarme a las ocho a diario para ir al colegio, qué quieren que les diga.
Hay semanas en que me afano buscando un tema sobre el que escribir para que a ustedes, sufridos lectores, se les pinte una sonrisa en la cara el domingo por la mañana o, a veces también interesa, una mueca de indignación al enterarse de algún chanchullo de los que, como reporteros intrépidos que somos, ponemos al descubierto en este medio. En esta semana de mi vuelta, sin embargo, lo he tenido fácil. Quiero recordar en esta modesta columna a dos getxotarras que nos han dejado prematuramente y de forma tan inesperada y triste como injusta.
Nerea Pérez-Arróspide, que en paz descanse, era getxotarra y cooperante y falleció en Senegal hace algunos días por culpa de un fatídico accidente de moto. No la conocía yo personalmente, ni conozco a nadie de su familia, ni a ninguna persona que tuviera relación con ella. Sin embargo, hay cierta gente que, de puro admirarla, se te hace tan cercana que su falta te golpea el alma como en carne propia. Getxo es un municipio rico y Nerea era la hija de Jesús Antonio Pérez Arróspide, ex director de Bienestar Social del Gobierno Vasco, lo que hace pensar que no le hacía ninguna falta buscar trabajo en otros lares y que lo que la llevó allí, que era su espíritu solidario, es un valor que hace que nos sintamos orgullosos de que fuera nuestra vecina. Tan orgullosos como tristes y, al menos en mi caso, enfadados de que siempre nos tengan que dejar las personas de mayor valía o que mejor ejemplo de vida nos aportan. Senegal, Haití… su motivación por ayudar a los demás desde su profesión de arquitecta, que es arte también, la llevó a países donde es peligroso hasta respirar y en uno de ellos se nos ha quedado haciendo lo que más le gustaba, ayudar a hacer de un país un lugar en el que vivir, que no siempre lo son.
Diego Lastra Gutiérrez, por su parte, era esa clase de tipos a los que la vida no les vence si no es a las bravas. Ni la menudencia de tener que desplazarse en silla de ruedas ni lo que algunos opinaran al respecto sobre el hecho de ser discapacitado, le iban a impedir a él tirarse atado a una cuerda desde cien metros en caída libre surcando el aire con el verde del Baztán a sus pies. Faltaría más. Yo no se si esto es temeridad o afán de superación, lo haga quien lo haga. Pero en el caso de Diego hay una cosa cierta, que estaba dispuesto a no dejarse derrotar por el destino, ni por estar en una silla de ruedas, ni porque su cerebro y sus piernas no se entendieran como debían. Las fotos le muestran siempre sonriendo, lo cual de por si es mérito suficiente que no reunimos muchos de los que caminamos con normalidad sobre nuestros pies. Y sonriendo se marchó, eso nos consuela, volando por entre las ramas y experimentando la felicidad con mayúsculas. Dedicó su vida a dar ejemplo, se licenció en Derecho, escribió en un blog sus hazañas de aventurero y, salvo quedarse en casa lamentándose de su suerte, hizo de todo. Ahora vuela por entre las brumas del mar.
Entre la tristeza, es bonito recordarles, creo yo. Es hermoso saber que tan cerca de nosotros hay almas buenas, personas que se dan a sí mismas para que otros prosperen o aprendan algo o para que todos tomemos conciencia de que, pese a las circunstancias que puedan tocarle a uno en la vida, siempre asoma la esperanza. Se nos fueron dos buenos chicos. Recordémosles con el corazón.