Se nos ha ido el glorioso Karolo, el divino. Creo que vale la pena dedicarle unas líneas a tan entrañable personaje.
Sí, ya sé que ya ha pasado más de un mes, es lo que pasa cuando no se escribe diariamente. Esta es una colaboración periódica, pero menos.
Karolo era un símbolo del Puerto Viejo, su pequeña casita de muñecas encajada entre la roca y la calle, en la que apenas cabía. Supongo que por eso estaba casi siempre en la calle, no solo en el Puerto sino por todo el pueblo, dando la brasa a quien pillase a mano, pero con mucha simpatía, eso sí, incluso dando la paga a los pequeños que encontraba como una especie de “tío” de todos.
Pero no siempre estaba en el pueblo, ha paseado su humanidad por gran parte del mundo. “Ciudadano del mundo” le han puesto sus amigos en la esquela. Aunque era difícil creer sus historias y separar la paja del grano, ha resultado que había mucho de verdad en ellas y hay testimonios que lo avalan.
En resumen, que ha sido un personaje irrepetible, de los que no hay muchos y son difíciles de encontrar, que merecen un recordatorio de sus convecinos y quizá algo tangible ¿por qué no una placa, un pequeño busto? Al fin y al cabo, ha paseado el nombre de Algorta por diferentes países. Ya me hubiese gustado ver como conseguía explicar de dónde venía y que era eso de Algorta.
También es verdad que no se le ha conocido ni visto trabajar en ningún momento, aunque es de suponer que, fuera de casa habrá tenido que ganarse el sustento de alguna manera. Aquí, ha vivido, por lo que se cuenta, de su hermana y su restaurante además de todos nosotros, a través de las ayudas sociales. Pero, en fin, es un pequeño detalle que estaba bien pagado con el pintoresquismo que daba al Puerto y sus alrededores en dónde era capaz de entretener a cualquiera que se dejase empezando por “Yo soy el divino” para acabar cantando lo que surgiese. ¡Y cantaba bien, el jodio!
Por cierto, que una de las grandes incógnitas de su vida es si su apodo “Karolo” proviene del restaurante “Carola” o viceversa. Ahora, a su muerte, la mayoría nos enteramos, por la esquela, que se llamaba Eduardo Larrea.
¡Hasta siempre, amigo!
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